sábado, 6 de enero de 2007

Insomnio navideño

Querida Mara:

Zapeaba insomne entre camas hinchables y depiladores mágicos para el inconveniente vello auditivo, cuando una pierna se coló por la ventana. El fresquito que entraba de la calle me sacó del sopor hipnótico de la teletienda a tiempo de sorprender unas babuchas doradas a las que seguía una pernera en seda bermellón. Aún adormilado, me asusté temiendo haberme caído por un túnel espaciotemporal en uno de los trailers de la Partidance.

Cuando el resto de aquel cuerpo acabó de aparecer, descubrí a un tipo de piel negra envuelto en capa multicolor y coronado con un turbante de preciosas telas adornadas por rubíes. Ahora pensaba que me encontraba en Alcoy en plenas fiestas de moros y cristianos. También deseché esta idea. Faltaban el olor a pólvora y los timbales.

- ¡Vaya rasca que tenéis, niño! –me espetó tan pancho el intruso.

Me miré de pies a cabeza y, a mis 31 años cargados de más entradas que cualquier abonado a la Seminci, estuve tentado de devolvérsela pidiéndole los papeles. Me contuve porque tanta joya no podía haber arribado en patera. Así que pensé que me encontraba en Marbella en la fiesta de algún jeque del petrodólar. Sin duda, mi skijama se saltaba cualquier etiqueta, incluso la de la corte de Julián Muñoz.

-Gaspar, te dije que te pusieras la bufanda –le riñó un anciano de largas barbas blancas encaramado al alfeizar.
-
Melchor, con tanto cambio de estación entre un hemisferio a otro, se me olvida. Por estos días siempre me agarro un trancazo.

Aquellos nombres… me sonaban… pero no recordaba de qué hasta que miré la fecha en el reloj. ¡Era el 6 de enero! Se me había pasado. Claro, como caía en sábado pues no me parecía muy festivo.

- Vo…so…tros… -acerté a balbucear.
- Ya era hora de que te dieras cuenta, chavalín –se rieron.

Casi me da un soponcio. Me recuperé gracias al chinchón que Baltasar llevaba en la petaca. Después de presentarse cada uno y asociar cada barba al correspondiente nombre de pila, me desvelaron que me traían mirra.

- ¿Para qué quiero yo eso? –pregunté desilusionado.

Se estaban quedando conmigo. Entre carcajadas me contaron que todos poníamos la misma cara cuando nos lo decían. Como buen anfitrión, les saqué unos cubos de agua para los camellos y unas pastas de Portillo para Sus Majestades. Los pajes aprovecharon para comerse el bocata conforme al convenio. No recuerdo cuánto tiempo estuvimos charlando, alucinado de las maravillas que me describían.

Cuando me desperté en el sofá, bien arropado por una mantita que antes no estaba ahí, corrí al árbol. Tan sólo hallé carbón, y ni siquiera dulce, con una nota: "La próxima vez, al menos, nos pones un cola cacao, so agarrao".